
Hace unos días, en nuestro querido Ayacucho, la noticia del 2% de aumento para los empleados municipales se sintió como una cachetada. Sí, un dos por ciento. Insignificante, ridículo, un número que es el reflejo frío y duro del desprecio que los funcionarios de turno tienen por nuestro esfuerzo diario.
Y la charla entre compañeros, como siempre, terminó en un resignado y amargo: «Y bueno, somos pobres, qué se le va a hacer.»
Pero esa frase, ese lamento, me resonó en la cabeza. Y tuve que parar la pelota y escribir estas líneas para sacar afuera lo que duele por dentro.
No, compañeros. Basta de ese autodiagnóstico. Mirándonos a los ojos, con la verdad incómoda por delante, creo que la etiqueta de «pobres» es un error que nos debilita más de lo que nos describe.
Somos pobres en lo económico, si se quiere, eso es innegable. La miseria que nos pagan, el nivel de indigencia al que nos condenan con estos porcentajes ridículos, es una herramienta de sometimiento. Pero el problema no es solo la billetera flaca. El verdadero cáncer está en otra parte.
No somos pobres. Somos, fundamentalmente, DÉBILES.
Y no hablo de debilidad física. Todos le ponemos el hombro, el cuerpo y las horas a cada tarea. Hablo de una debilidad mucho más peligrosa: la debilidad mental.
¿En qué se traduce esa debilidad?
Se traduce en el miedo paralizante a levantar la voz con la energía que merecen nuestra tarea y nuestro salario. Ellos nos dan un 2% porque saben que lo vamos a aceptar con un gruñido bajo, pero sin la fuerza colectiva necesaria para que les duela la negativa.
Nuestra debilidad se esconde en el terror a una represalia, al miedo a perder ese sueldo miserable que, al menos, es un sueldo. Nos aferramos al presente precario por miedo a soltar y a buscar otros rumbos, a exigir condiciones dignas o a tomar medidas contundentes.
Esa frase maldita es el himno de la rendición. Es darle la razón a quienes nos ningunean. Es decirles a los funcionarios de turno: «Está bien, tienen razón, nuestro trabajo no vale nada, nos conformamos con las migajas».
Ellos, los que deciden y tienen el poder, no nos desprecian solo por el monto del cheque; nos desprecian porque permitimos que nos desprecien. Su indiferencia es un espejo de nuestra falta de acción enérgica.
Cada vez que nos resignamos, cada vez que miramos con desconfianza al compañero que propone una medida más fuerte, cada vez que murmuramos en lugar de gritar en la mesa de negociación, estamos conspirando contra nosotros mismos. Estamos fortaleciendo a quien tiene el poder y del cual se aferraron por tres mandatos consecutivos.
La miseria de nuestro sueldo en Ayacucho es el resultado directo de la fortaleza de quienes nos gobiernan, que a su vez se nutre de nuestra debilidad colectiva.
Compañeros, la solución no es mágica ni fácil, pero tiene que empezar por un cambio de chip. Dejemos de lado la mentalidad de la víctima fatalista y abracemos la mentalidad de quien se sabe esencial, de quien tiene el derecho y la obligación de exigir vivir con dignidad.
No somos pobres de espíritu. Dejemos de ser débiles de acción.
Ese es el primer y más grande aumento que nos debemos a nosotros mismos.



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